Si uno observa su vida en retrospectiva, puede reconocer que la educación se ha basado en el temor. A menudo, y con muy buenas intenciones, los padres les dicen a sus hijos: “no toques eso, te vas a hacer daño, cuidado que te puedes caer, no hables con desconocidos”, etc.
Se teme a lo desconocido, a la inseguridad, a la infelicidad, a la muerte, a la enfermedad, a la soledad, al rechazo, al qué dirán; pero todos estos temores están relacionados con el sufrimiento. Tenemos miedo a sufrir porque ya hemos sufrido y sabemos que es muy desagradable.
Cada vez que uno proyecta el miedo hacia algo o alguien, produce un rechazo interno hacia ello, y cuando el objeto del miedo se presenta en frente de uno, produce una reacción agresiva. Pero, cualquier dificultad que atravesamos en la vida nos enseña cuáles son las propias debilidades; de igual modo, cualquier cambio nos muestra las resistencias que tenemos. Por eso es mucho más fácil enojarse con alguien que reflexionar acerca de lo que tenemos que mejorar.
Lidiar con el problema significa ser creativo y buscar soluciones al reconocer la propia responsabilidad en el problema. Para ello, crear paz interior y practicar el mantenimiento consciente de ese estado durante el mayor tiempo posible, abre la posibilidad de invocar la paz cuando uno la necesita. Uno puede darse instantes de felicidad interna y de esta forma crear más fuerza para darse cuenta de que no hay nada como el estar bien con uno mismo.
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