La experiencia del silencio en la meditación lleva nuestra energía mental y emocional a un punto de concentración donde encontramos la quietud. Sin esta quietud interna, en los conflictos nos comportamos a veces como una marioneta arrastrada por las diversas cuerdas de las influencias externas. Este punto de quietud interior es la semilla de la autonomía que corta tales cuerdas y termina con las pérdidas de energía.
El silencio sana. Es como un espejo. El espejo no culpa ni critica, pero ayuda a ver las cosas como son, ofreciéndonos un diagnóstico que nos libera de los pensamientos erróneos. El silencio nos devuelve la paz original del ser, una paz que es innata, divina, que cuando se invoca fluye por el ser armonizando y sanando cada desequilibrio. El silencio es completo y pleno, amable, poderoso y tremendamente activo.
En el silencio profundo y sereno de la meditación, en la contemplación de tal silencio pleno, se nos abren las puertas a esta comunicación divina y trascendente. El silencio es el puente de comunicación entre lo divino y lo humano, me abre a la experiencia del amor de Dios. El silencio espiritual prepara el corazón y la mente para comunicarme con Dios.
El silencio espiritual me da energía pura y altruista de la Fuente Creativa, abriendo horizontes ilimitados de nueva visión. Para liberar al ser de la negatividad, requiero silencio. Absorto en la profundidad del silencio, inicio un proceso de renovación interior. En esta renovación, la mente se limpia, facilitando una percepción diferente de la realidad.
El silencio es el lenguaje para comunicar con Dios. Silencio unido al amor. Donde hay amor, la concentración es natural y estable, como una llama serena de una vela que irradia su aura de luz. Cuando la mente humana está absorta en el pensamiento de Dios, la armonía de la reconciliación se siente en profundidad.
En esta unión silenciosa de amor uno llega a estar completamente reconciliado, no como un proceso intelectual, sino como un estado de ser.
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