El acto del silencio es tan necesario para la vida como el respirar lo es para la vida física. La fortaleza para vivir necesita encontrar un punto de quietud desde donde comienzo y a donde regreso cada día: un oasis de paz interior.
El silencio lleva a mi energía mental y emocional a un punto de concentración donde encuentro la quietud. Sin esta quietud interna me convierto en una marioneta arrastrada aquí y allá por las muchas cuerdas de las influencias externas. Este punto de quietud interior es la semilla de la autonomía que corta las cuerdas y cesa la pérdida de energía.
El silencio, sana. El silencio es como un espejo. Todo está claro; el espejo no culpa ni critica, pero me ayuda a ver las cosas como son, dándome un diagnóstico que me libera de cualquier tipo de pensamientos erróneos.
El silencio revive la paz original del ser, una paz que le es innata, divina, y cuando se invoca fluye por el ser, armonizando y sanando cada desequilibrio. El silencio es completo y pleno, amable, poderoso y rotundamente activo.
Para crear silencio, doy un paso hacia el interior. Conecto con mi ser eterno. En ese lugar en que la tranquilidad está intacta, como en una matriz sin tiempo, el proceso de renovación y reestructuración comienza. Allí, se teje un nuevo patrón de energía pura.
En este espacio de introspección, reflexiono. Recojo lo que he olvidado por un largo tiempo, me concentro lenta y suavemente y, mientras lo hago, las huellas originales espirituales de amor, verdad y paz emergen y se experimentan como realidades personales y eternas. A través de ella, la calidad empieza a entrar en la vida.
La calidad es un acercamiento a algo más puro y más verdadero en nosotros. La calidad es el principio para tener un pensamiento más iluminado y para la integración de las acciones. En este espacio, el silencio me enseña cómo escuchar, cómo desarrollar una apertura hacia Dios.
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